sábado, 4 de julio de 2009

Aunque sería mejor contarla de otra manera. He preferido así, sin embargo, iniciar continuar explorar recorrer detener dejar atrás traer reinventar.

No tengo ganas de levantarme. No quiero. No quiero porque. Punto, no tengo ganas de levantarme y es definitivo y final aunque también soy conciente de que cuando menos lo espere el reloj dará las seis de la tarde. Y ya me parecen escuchar sus tacos subiendo los escalones de la entrada y con dos golpecitos suaves (se niega a usar el portero/timbre) anunciar que esta aquí. Serena y vertical.

Es que La Mexicana no quiere ir sola al cementerio a dejarle flores y mantiene su idea de que la mejor hora es cuando el sol no está tan alto alto y malo. Su piel, ella argumenta, no lo resistiría. Que una señora, una dama como lo es, no se puede permitir dorarse al sol. Ya no queda bien. Antes sí. Ahora, no. Además, ella sola lo esgrime, dice que a papá le gustaban las flores a la caída de la tarde justo después del té con leche y las tortas de la panadería a la que tantas veces, según ella, llegué llorando porque tenía miedo de que el panadero me convirtiera en rosquilla navideña. Con la infancia se va la inocencia y también la imaginación.

Esta tarde iremos a llevarle flores a papá. Iremos las dos, La Mexicana y yo. Le ha comprado flores porque las de su jardín, nuevamente según ella, no tienen mucha fragancia desde que el agua de lluvia no se puede juntar para regar las plantas. El agua química, como la llama, ha convertido su jardín en una naturaleza muerta. Le ha comprado diez jazmines blancos blancos y diez rosas rojas rojas. Y las trae envueltas, imagino, estoy segura, en papel celofán con pintitas blancas y rojas. No querría pecar de irreverente ante la tumba de papá. Tumba que ella viene cuidando con esmero todos los domingos después de almorzar. Luego de limpiar la cocina y cantar canciones de Dulce, prepara una canastita con dulces y vino blanco, dos copas y algunas uvas y flores obviamente, y parte para el cementerio a cumplir con sus Encuentros Dominicales como ella los llama. Y a la vuelta me llama y siempre me dice Las relaciones argentino-mexicanas están más fuertes que nunca. Yo la escucho y siempre siempre punto infinito pienso qué promesas se hicieron, que palabras se escondieron que desde dos mundos diferentes siguen manteniendo la red para pescar nuevos sueños y devolverle al mundo de ella y ahora el nuevo mundo de papá algo de lo que vivieron. Quizás diferentes, o muy por el contrario, imposiblemente parecidos. Casi iguales. Casi. Si no fuera por. Si no fuera.

Hace ya diez meses que repetimos la escena y sin embargo siempre parece que iniciamos en el kilómetro cero. La Mexicana, la dama, vendrá de riguroso vestido negro de seda italiana con los puños y el cuello inmaculadamente blancos y perfumados. Traerá un pañuelo de gasa al cuello. Un collar y aros de perlas. Capelina negra. Anteojos negros. Tacos negros. Y cartera roja roja. Siempre se viste así para visitar a papá. En invierno agregó a su vestimenta un tapado azabache.

Yo ya estoy lista. Minimalista.

Y escucho los tacos. Sus tacos en los peldaños. Dos golpecitos en la puerta. Suaves. Y ahí está. Aquí y ahora con su sonrisa que me abraza y me lleva a sentarme en el pasto y dejar mi cabeza dormir sobre sus piernas. Y la miro. Se quita los anteojos Audrey Hepburn y sus ojos anuncian su frase preferida.

Heme aquí, mi niña. Serena y vertical.
¿Lista para irnos? ¿No querés pasar al baño primero?
No, no, hija, estoy bien. ¿Tú qué crees?
Digo que estás más lista que nunca.
Ay Madre mía. Cuándo será el día que me digas quieres en lugar de ese querés tan soez.
Perdón. La señora.
La dama, niña.
La dama no lo tolera.
Si hubieras sido mexicana, otra sería la historia hoy.
¿Y si James hubiera sido mexicano?
Ay niña, que no se te olvide. No invoquemos bajo tu techo a un comesueños.
Yo ya lo perdoné.
Pues, fíjate que a mi, a mi cuesta. Has de saber que igual me duele estar en pleito con tu padre ya que dejó expresas instrucciones de acercarnos a él. Aunque, mira nomás, qué poco importa.

Llegamos al cementerio cuando el sol comenzaba su proceso de abandono. O, mejor dicho, cuando la muy engreída Tierra la da el hombro frío al Sol. La Mexicana, erguida en su propia telaraña de femineidad incandescente, me toma del brazo para subir las escalinatas que llevan a la capilla del cementerio. No para ella apoyarse en mí. Tal vez para indicarme que, como tantas veces tantas veces tantas, me puedo esconder un ratito en su amor de madre.

Se quita los anteojos y los guarda en su cartera roja. Con una intangible genuflexión se presenta ante su Madre y luego reza, reza con los ojos abiertos mirándola con ternura como si viniera a encontrarse con una amiga de toda la vida o con su maestra, seguramente mexicana también, de cuya mano aprendió el abecedario de todas las palabras que nos pertenecen, las de la furia, la desdicha, las de los abrazos al alba, las de la locura, y hasta las que dan vergüenza.

Yo, menos devota, rezo de pie. No es un rezo. Es una conversación con mi padre. Viste que vine. Siempre procrastino pero al final vengo y la acompaño. Al fin y al cabo, te salí bastante buena hija, viejo.

La Mexicana vuelve en sí, me busca con los ojos y me dice. La Madre también es mexicana, ¿sabías niña? Y porque es mexicana es que ha salido tan infalible pero sin querer ha dejado mutilar las venas de las mujeres latinas. Es que ella también fue mujer. Diosito me ampare de lo que estoy diciendo. Pero qué calumnias están saliendo de mi boca, mi niña. Si parezco una condenada a la hoguera. Que Diosito me salve de ésta. Si Sor Juana me escuchara, me lanzaría al olvido de sus versos y dejaría de ser una dama.

Para llegar a la tumba de papá podíamos optar por tres caminos diferentes. Uno era recto pero había que pasar por el panteón de los generales. Antes, que me parta un rayo. Jamás lo tomaremos, hija. El segundo, una seguidilla de callecitas angostas con las baldosas algo desalineadas. Tampoco, no me puedo permitir una caída. Es que soy una dama y mayor, aunque no lo digas tú. Y el tercer camino, el que nos quedaba por tomar, y en realidad el que siempre tomamos, tiene fuentes en el medio y pequeñas enredaderas de claveles. Sin embargo, yo siempre le pregunto por cuál vamos y ella me contesta que no que no que sí.

En el camino, me mira y me pregunta.

¿Te recuerdas quién está durmiendo en aquél panteón? El de los angelitos regordetes.
Recuerdo.
Rufián. Que me hizo creer que sería su reina para luego despojarme de mi corona.
Y siempre recitabas. Esta redondilla.
Ay, hija, pero cómo nos podemos olvidar. Si es tan cierto como que soy mujer. Mira que la recito justo cuando por delante le caminemos. Bien con muchas armas fundo que lidia vuestra arrogancia, pues en promesas e instancia juntáis diablo, carne y mundo.
¿Hace cuánto ya que la recitas?
Desde los tiempos inmemoriales. Desde que me llenó de promesas que murieron antes de que el gallo cantara tres veces. Antes de que el gallo dejara de ser un polluelo, fíjate.
¿Papá lo conoció?
Pero claro, hija. Si hasta me puso en guardia y me dijo Que ni te quiero ver con ese cara de malandra. Y se marchó y yo, como una tonta, no seguí mis propias palabras y me fui con el sujeto. Ay, pobre de mí, Madre. Pobrecita de mi pobrecita de ti. Allí quede como Chavela Vargas en Noche de Ronda. Qué triste pasar, qué triste cruzar por mi balcón.

Llegamos a la tumba y con la naturalidad del abrazo en la mañana fresca se quita sus lentes para guardarlos en su cartera roja roja y ya su sonrisa serena emociona. Mi buen amigo, pero qué dicha la nuestra. Y sin dejar de ser la dama que es, recorre la lápida con una gamuza y acaricia cada letra de su nombre. Ese nombre que tantas veces bordó pero que pocas veces pronunció. Simplemente un Mi buen señor. Es que tú te pareces a la poesía de Borges que, como a la de Sor Juana, no le falta ni le sobra una palabra. A mi las palabras ni me sobran ni me faltan. Lo que no tengo, bueno, tú ya lo sabes.

Nos quedamos en silencio no se cuánto tiempo. La tumba, impecable. Simplemente escrito el nombre de papá, aunque bien me imagino que La Mexicana debe ver cientos de miles de voces talladas en el mármol que ella ha pronunciado como el único trozo de mármol cálido sobre el planeta.

Cuando recién conocí a Mi buen señor, tu padre, jamás imaginé que sería yo quien viniera a visitarle. Yo, serena y vertical (aunque ya el sonido y la furia han menguado la tan mentada tranquilidad, mi Mexicana). Y él, allí, en su cono de sombras.
O en su mundo de los abrazos, como decía siempre cuando se iba a dormir.
Piramidal, funesta de la tierra, nacida sombra.
Pero, la debe estar pasando bomba. Debe estar volviendo locos y rompiendo las bolas a diestra y siniestra.
Siempre con tu justa lírica al borde de los labios, mi querida.
Mirá, mal no la debe estar pasando, sino, ya se hubiera vuelto para regalarte por teléfono su clásico Esto es una mierda.
Has heredado de tu padre su exquisita poesía. Con atrevimiento creo que Mi buen señor está en el mundo iluminado, y yo despierta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario