miércoles, 22 de abril de 2009

Puntualidad terapéutica

Volvió de la calle. Esa calle fresca, con gente cubierta hasta las orejas. Bufandas grises y negras. Tapados verdes. Pantalones de corduroy. No reparó en las miradas que esas ropas abrigaban porque estaba apurado. Apuradísimo. Terriblemente agobiado por una agenda que parecía sumar horas y compromisos, y eventos, y llamadas, y reuniones, y citas por sí sola. Y volvió de la calle.
Ya en su casa, se sacó su sombrero y lo colgó en el perchero con espejo. Se detuvo un instante. Miró el reloj abrazado a su muñeca izquierda. Chequeó la hora en su teléfono celular. Por el espejo que le devolvía una cara rígida, con líneas de expresión puestas en corralito, le dio una ojeada al reloj de la cocina, ese reloj que se había ganado en un evento de beneficencia para ayudar a aquellos que rara vez se preocupan sobre el caminar del tiempo, ¿Qué hora es? No se, no me importa. Me levanto a trabajar cuando sale el sol y termino cuando ya está cayendo la tarde.
Tuvo la necesidad de revisar su agenda electrónica para verificar que su próxima cita era a la hora que él pensaba. 18.45. Sus pasos en la sala hacían eco, parecía como si cada sonido se lanzara hacia el alto y blanco cielorraso y de allí rebotara por esas paredes blancas sin fotos, sin señales de veranos, con ventanas con las cortinas totalmente cerradas para que la luz no ingresara, incluso si ya quedaban cuatro rayos perezosos en el ambiente frío exterior.
Fue hasta su habitación al final de la galería. Miró el reloj-despertador al lado de su cama y comparó el dato que titilaba en rojo con el de las manecillas de su reloj en su muñeca izquierda. Revisó nuevamente su celular y antes de cerrarlo, no pudo evitar posar sus ojos sobre los dígitos de aquél aparatito cuyo grave sonido lo despertaba cada mañana. No. No lo despertaba cada mañana. Cuando sonaba, él ya estaba despierto, para corroborar su exactitud y acelerar la mañana para ser el primero, el adelantado, el descubridor, el prócer de la puntualidad entre tanta desatención al tiempo social. ¡Siempre tan puntual usted, doctor!
Cuando quiso acordar, ya el reloj pulsera marcaba las 18.30. Decidió ponerse nuevamente el sombrero pacientemente en espera en el perchero. Calculó que tardaría diez minutos en llegar hasta el café donde se encontraría con aquellas, sus nuevas amistades. Estaría cinco minutos antes para ver cómo cada uno llegaba, en qué orden, con qué excusas por la tardanza emanada de tanto frío, tanta garúa caprichosamente intermitente. Y él los miraría con dulzura porque nuevamente se sentiría a salvo navegando en un gran reloj a bordo de tantas caras apostadas en el derrotero de las agujas.
No reprocharía. No diría que él había llegado primero que todos. Era él quien estaba por todos cinco minutos antes, aunque les diría que recién había llegado, a eso de las 18.46. Que él® era así. Que ya era su marca registrada.
Es que nadie se atrevería a decir (¿cómo hacerlo?), él no se aventuraría a confesar con liviandad mundana, que llegaba a tiempo con tal de no morir en su gran casa blanca-silencio. Cuando explicaba que recién llegaba, ocultando esa exquisita puntualidad, se debía ver que sus labios parecían, al mismo tiempo, revelar algo más profundo: llego a horario a todos lados para estar menos tiempo solo.

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